Con la imaginación puesta a correr

Se le ha recordado al Gobierno cuán injusto sería cargar sobre la población y no sobre los responsables, el peso de los déficits resultantes del enorme gasto excesivo. Y como los congresistas se resisten a renunciar a sus privilegios, autoasignados para cumplir obligaciones sociales con sus electores, lo cual no encaja en el rol de un legislador, se hace difícil convencer a la gente de la necesidad de nuevos impuestos sin ofrecer señales convincentes de reducción en el gasto público.

La Presidencia, por respeto a la independencia de los poderes, no podría reducir administrativamente los privilegios de otro poder. Pero bien podría apelar a los sentimientos patrióticos para persuadirlos de renunciar voluntariamente a sus “barrilitos”. A cambio asumiría el compromiso de resarcirlos incluyendo a los beneficiarios indirectos de la ayuda legislativa en sus programas de ayuda social. Por el buen nombre del Congreso y en respeto a quienes dicen representar en las cámaras, que entienden el papel que les corresponde como miembros de ese poder del Estado, no tendrían más camino que aceptar la imploración presidencial.

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El efecto dañino de la evasión fiscal

La evasión fiscal plantea al país un dilema. Por tanto, la lucha contra ese delito no es solo tarea de Impuestos Internos. Los altos niveles cargan sobre quienes cumplen con sus obligaciones impositivas todo el peso de la estructura tributaria. De manera que quienes incumplen con esa obligación elemental engañan al Estado, reducen su capacidad para encarar los graves problemas de la nación, y a todos aquellos que observan sus deberes, sean empresas o particulares.

Los evasores se justifican en el alegato de que el sistema es injusto y represivo de la actividad productiva, lo que, de ser cierto, no se le aplicaría por cuanto no pagan los impuestos que las leyes establecen. A causa de los enormes montos de evasión, la carga tributaria sobre el PIB se ha estimado alrededor de un 15%, cuando en realidad puede sobrepasar dos y hasta tres veces esa cifra en algunos casos, a quienes pagan, si se le suma el pasivo laboral que la Seguridad Social representa para toda la actividad económica.

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Desigualdad social, desafío del futuro

Encontrar la forma de conciliar los logros del crecimiento económico, alcanzado en nuestro país en las últimas décadas, con una mejor y más equitativa distribución de sus frutos es un imperativo inaplazable. Entre la aceptación de esta realidad y la voluntad para llevarla a la práctica, han mediado abismos insondables.

Desde la fundación de la República, nos ha faltado la decisión necesaria para realizar aquellas empresas que demandan nuestras necesidades, tanto en lo político como en lo privado, entendido ese defecto no sólo como el fruto de decisiones y políticas gubernamentales, sino más bien como la falta de vocación general para acometerlas. Este es uno de los puntos, sin embargo, en que la mayoría de los políticos dominicanos, con honrosas excepciones, lucen totalmente parecidos. Por lo general saben identificar las metas sin la misma habilidad para encontrar el camino de su búsqueda. La diferencia entre la inacción, que ha sido tradicionalmente la causa de muchos de nuestros males, y el correcto encauzamiento, es una voz de marcha dictada a tiempo.

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La familia Cavagliano

Hasta la publicación en 1991 de mi obra “Los últimos días de la era de Trujillo”, se desconocía el lugar donde permaneciera oculto durante seis meses el después mayor general Antonio Imbert Barreras tras el ajusticiamiento de Trujillo, ocurrido treinta años antes. Imbert se refugió en la residencia de los cónsules italianos, los esposos Mario y Dirse Cavagliano, quienes antes habían también arriesgado sus vidas y las de sus hijos al ocultar a Guido D’Alessandro (Yuyo), a quien ayudaron incluso a salir del país disfrazado de turista en un buque de pasajeros.

Imbert llegó a la casa de los Cavagliano dos días después del tiranicidio, cuando huía de la represión que se había desatado contra los responsables de la muerte de Trujillo. Temiendo ser descubierto, esa misma noche dictó una carta que narraba la forma en que habían consumado el hecho. Liliana, la hija de Mario y Dirse, pasó a máquina el dictado que luego firmó Imbert.

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Fidel Castro y la deuda cubana

El 26 de junio de 1985, Fidel Castro patrocinó una conferencia internacional en La Habana, en torno a la manera de eludir la deuda y formar algo así como un club de deudores latinoamericanos. Apenas una semana antes, los cables internacionales y las agencias de información castristas dieron publicidad a un hecho ampliamente elogiado por Cuba y la entonces Unión Soviética: la renegociación de la deuda cubana con el Kremlin.

En ocasión del III Congreso del Partido Comunista de Cuba, en diciembre de 1984, Castro dijo: “El pueblo cubano no puede esperar que termine la austeridad antes de quince años o más (cosa que había estado diciendo desde el mismo inicio de la revolución). Las prioridades deben ser ahora las de conservar los energéticos y las materias primas, incrementar las exportaciones hacia el campo comunista y pagar las deudas de Cuba a los países no comunistas. Es una cuestión de honor para Cuba pagar todas sus deudas a Occidente”.

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¿Qué clase de sociedad queremos?

Cuando leo los correos de gente que me expresa su enojo por mis opiniones, suelo preguntarme ¿qué clase de sociedad queremos realmente los dominicanos? ¿Una uniforme alrededor de una verdad oficial o simplemente aquella en donde los ciudadanos puedan manifestarse libremente sobre cualquier tema sin temor a represalias de ninguna naturaleza? La cuestión es definitivamente simple ¿deseamos vivir en democracia o aspiramos a la tranquilidad relativa derivada de un sistema de ley y orden donde el temor a la autoridad sea la norma de conducta ciudadana?

A lo largo de mi carrera como periodista siempre me ha angustiado el saber por qué los gobiernos, y mucha gente que lo forman, asumen posiciones intolerantes contra la crítica, cuando esta es la única tabla con que al final cuentan para conducirse por el camino correcto y laborar a favor del bien común. Si yo fuera una personalidad pública, cosa en verdad muy difícil, le temería más al elogio que a la crítica.

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Soliloquio sobre patriotismo

En medio del tan a veces áspero debate de los temas nacionales, me he preguntado muchas veces qué significa ser dominicano y qué valores, humanos y morales, implica serlo. ¿Es porque se aman los colores de la bandera, que las instituciones públicas y privadas irrespetan usando indistintamente dos colores azules en ella? ¿O porque se vibra al entonar las notas de nuestro épico canto nacional? ¿Qué puede alentar un profundo sentimiento de arraigo en la tierra en que se nace? ¿La tradición? ¿Cuál es la nuestra? ¿Los recuerdos de infancia, la universidad, la familia?

Independiente del efecto de pertenencia que genera la vida familiar y los vínculos con la sociedad en que uno se mueve y trata, es claro que el patriotismo conlleva otros sentimientos más profundos y duraderos, que sobreviven a la muerte y al desarraigo. Me refiero a los valores por los que vale la pena luchar y que hacen grande a una nación, no sólo por la forma en que su gente muere para defender sus derechos y los de los demás, sino por la manera en que en ella se vive. Para muchos el patriotismo nacional se reduce a la dignidad de morir por la patria, aunque a veces con esas inmolaciones se pierden a aquellos que ofrecían la posibilidad de un cambio a favor de la vida.

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Para una audiencia de oídos sordos

Los excesos de la prensa suelen ser muchas veces, en determinadas circunstancias, tanto o más perniciosos para la libertad que los de un gobierno. Y sus muestras de arrogancia compiten con la prepotencia que ella les atribuye a sectores oficiales y políticos no siempre en ejercicio de funciones públicas, envanecidos con la ilusión de un poder que a la postre resulta tan efímero como la vida misma.

Tengo años advirtiendo sin éxito del peligro que para la existencia de la prensa independiente tienen algunas muestras del peor periodismo que se da en algunas estaciones de radio y televisión, con gente de escasa preparación, y con otras con muy alta educación académica, lo cual es más penoso todavía.
Gente convencida de que la obscenidad es la mejor manera de llegar al público y alcanzar notoriedad en los medios; que no escatima palabras para ofender a terceros y hacer acusaciones de toda índole, sin posibilidades de probarlas. Espacios cedidos por dueños de medios a quienes se creen creadores de presidentes y a otras furiosas voces, para los cuales no hay límites de ninguna especie. Propietarios ignorantes de que ese modelo de periodismo los hace también responsables de esos excesos.

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